Por: María Auxiliadora Rodríguez de Ramírez
La voluntad es una de las palabras más venidas a menos en nuestros días, no solo por el nivel de tergiversación al que es expuesta consuetudinariamente, sino también por la escases extrema que los hombre y mujeres de hoy adolecemos.
Empecemos definiendo, en la medida de lo posible, voluntad. Voluntad (del latín voluntas) es la facultad de ordenar la propia conducta. Evidentemente, está relacionada a la personalidad de los seres humanos, y se la suele identificar como una especie de fuerza interior que permite concretar una acción en función de un o unos resultados.
No obstante, la definición de voluntad trae consigo una estela de contradicciones, contraposiciones y objeciones, dependiendo del analista. Por ejemplo, si estamos parados en la esquina de la filosofía, la voluntad tiene que ver con el libre albedrío; si la brújula gira hacia la política, el concepto habla más de poder y soberanía en las decisiones. En todo caso, está dentro del lóbulo límbico del cerebro de la mayoría de las personas, que si alguien toma una decisión según sus convicciones, estará haciendo su voluntad y si tomara la misma decisión por alguna acción externa, estaría haciéndolo contra su voluntad.
Pero la voluntad está arraigada más profundamente, en esos recodos intangibles del hombre, desde donde nace el camino que lo convertirá en persona, mas allá de ser solo un individuo. Es más, me atrevo a decir, que la voluntad, es lo que realmente nos separa de los animales en la escala zoológica.
¿Cómo podría ser esto, si los animales son claramente menos dotados de capacidades intelectuales que los hombres y las mujeres? Partamos de una concepción antropológica de persona que lo dibuja como un ser único e irrepetible, compuesto de alma y cuerpo y dotado de inteligencia y voluntad. Es tan cierto este enunciado, que la comprobación científica del mismo nos lleva a comprender el valor de la voluntad. La ciencia ha comprobado que no existen dos seres iguales en la naturaleza, pues hasta en el caso de gemelos idénticos, las características tangibles e intangibles de ambos llegan a tener diferencias, por tanto, si la naturaleza no produce dos seres iguales, no hay posibilidades de que de manera natural, se repitan.
Cuando observamos un cadáver es inevitable pensar en el ser humano que fue, puesto que al haberse convertido en un “cuerpo” según el argot médico o judicial, entendemos que perdió algo irremplazable, aquella parte no tangible al que comúnmente se suele llamar alma.
Si preguntamos a un grupo numeroso de personas alguna característica exclusiva de los seres humanos, la mayoría de los encuestados responde con frases alusivas a la inteligencia. Les propongo pensar en lo siguiente: existen animales cuyo cerebro, en algunas circunstancias empujado por la supervivencia como aquellos que no comen determinadas plantas porque las reconocen como venenosas, y en otras por la curiosidad científica de la humanidad, ha desarrollado habilidades para el adiestramiento. Me refiero a casos como la perrita que los rusos enviaron en un cohete espacial adiestrándola para que aplaste botones y hale palancas, o los perros San Bernardo que rescatan perdidos en la nieve, o los delfines que encuentran náufragos, etc. Es probablemente el nivel mas alto alcanzado, hasta ahora, por los animales.
Cuando un ser humano, por razones congénitas, perinatales, o adquiridas durante la vida, lesiona ciertas áreas de su corteza cerebral, pierde la posibilidad de desarrollar ciertas habilidades específicas de la zona lesionada. Dependiendo del grado de la lesión podrá potenciar otras para compensar. Es en estos casos en que, con la ayuda adecuada, se pueden adiestrar a la persona para que pueda alcanzar la mayor autonomía posible dentro de su condición que le permite ser lo más independiente posible. En ambos extremos, nos rendimos a la necesaria integridad del cerebro para delinear nuestro perfil personal, que se reduce a una lista de cotejo que ni siquiera requiere ponerle nombre; se reduce a un hace o no hace.
Pero los animales llegan hasta allí; no son ciertas las melodramáticas historias plasmadas en libros y películas donde se narra las heroicas hazañas de ciertos animales por proteger, salvar o encontrar a sus dueños o su hogar adoptivo. Todas esas acciones, si se dieran en la magnitud con la que nos las pintan, responden a una característica propia de los animales llama instinto: no vuelven a casa porque extrañan a su amo, vuelven porque su pequeño cerebro lo reconoce como seguro, y su instinto de conservación lo induce a volver.
Entonces… donde queda la voluntad? La capacidad del hombre le permite escoger el bien como única forma de ser libre…de ser feliz. Veamos, la inteligencia nos pone opciones, a mayor conocimiento, seremos capaces de visualizar más caminos, y de descartar con mayor facilidad los que pensamos que no nos convienen. Pero en más de una ocasión, aquello que a con - ciencia (cognitiva por supuesto) hemos decidido hacer o no hacer, resulta más complicado que lo planificado, y o se alargan los tiempo, o no se completa o simplemente ni empezamos lo pautado. Es allí donde realmente somos diferentes a los animales, pues donde ellos hacen lo imposible por alcanzar su meta únicamente porque su instinto de conservación, de apareamiento, de protección, etc lo manda, los seres humanos, la persona humana guiada por su inteligencia, se mantiene y persevera únicamente por su libre voluntad. Sin ella, no podremos alcanzar ni la más ínfima meta que nos propongamos; sin ella no podremos volvernos personas virtuosas puesto que no nos habituaremos a escoger el bien siempre. Aquel bien que nos hace libres, que no nos esclaviza y genera vicios. Aquel bien que nos lleva a la felicidad.
(www.deficion.de)
Isaacs, David. La educación de las virtudes humanas. Eunsa. Ediciones universidad de navarra 15ªed.