Por: Diego
Ignacio Montenegro
Cuando se tiene que hablar sobre una
vivencia propia, no hay otra salida más que escribir en primera persona para
que se sienta la situación íntima. Esta es la circunstancia de esta historia.
Para nadie está lejano el crecimiento de
mascotas en casa. Pero más que conocer que en 2010 el gasto por hogar en comida
para perros y gatos superó los $100 dólares en promedio[1],
hay que ver cómo ha evolucionado la percepción respecto a los animales. Nos encanta
hacerlos parte de la familia, comen balanceado, nos preocupamos profundamente
si están enfermos y tienen un veterinario “de cabecera”; salen de paseo con
nosotros (sin jaula), tienen sus propios juguetes (regalados en su cumpleaños o
Navidad), son entrenados por expertos, nos encanta verlos en programas de
televisión, tienen sus propios “blogs” y hacemos campañas en redes sociales
para adoptarlos. En definitiva: los queremos! (y mucho más que años atrás).
Se había acabado el alimento de OZZY (si, su nombre es
como el rockero!), un Pekinés rubio de tres años. La llamada fue inmediata.
Había que pasar por el “pet shop” comprando su comida favorita, llena de
nutrientes para “adulto, raza pequeña y small breed (tamaño chico de la
croqueta)”. Los perros también tienen alimentos funcionales al igual que las
personas. Había dejado a los niños en el auto porque tienen una afición
desmedida por “mimar” a OZZY. Las marcas saben que los principales impulsores
para una mayor compra son ellos. Quería evitar que la cuenta se incremente por
galletas MINI para el pelo o el aliento, huesos que hablan, cobijas
innecesarias o la camiseta del equipo deportivo de moda.
Me dirigí directo a la percha donde
estaba el alimento. Conozco la marca, y a pesar de los “rompetráficos” de la
competencia[2],
llegué al sitio correcto. Instantáneamente oí la voz del dependiente
preguntando lo que buscaba. Ya tenía lo que quería, no era necesaria su ayuda;
sin embargo, su trabajo es hacer la
labor de los niños, si estos no están presentes. Nuevamente el repaso de
golosinas, champú para el pelaje, correas de seguridad y el chip para encontrarlo
en caso de pérdida. Agradeciendo sus recomendaciones, fui para la caja de pago
llevando dos paquetes del alimento (los últimos que encontré). Está marca en
especial tiende a ser escasa, y no hay que correrse el riesgo. Me parece que no
es una táctica de “sensación de escasez” muy utilizada por ciertos ofertantes
para limitar la presencia de producto, y “jugar con nuestras mentes” para
incrementar el precio o el volumen de compra.
Mientras pagaba, observé que una señora
como de sesenta años con un Doberman Pincher en sus brazos miraba
frecuentemente la comida de OZZY. Sinceramente no creo que haya sido una
persona de atención de la tienda. Me dijo que al comprar dos paquetes grandes
del alimento seguramente estaba convencido de que la marca era buena. Le dije
que sí, que mantenía al perro con su pelaje brillante, los dientes sanos, con
el peso justo, con la digestión como debe ser y a un buen precio. Increíble, me
había convertido en el persuasor silencioso. La marca no me había dado un
centavo, y ahí estaba yo desde mi funcionamiento cerebral masculino, recitando
todos las prestaciones del producto. La mujer me vio con una mirada tierna
diciéndome que lo más importante es que las mascotas se sientan bien y vivan
con nosotros muchos años. Por supuesto! El sexo femenino valora más los
sentimientos y la relación. Esto bloqueó completamente mi posible respuesta racional
en caso de contradicción. Para los hombres, cualquier sugerencia es un asalto a
nuestra autoridad.
Había hecho lo que muchas marcas no
logran con publicidad. Seguramente mi aspecto decidido y conocedor (sin serlo
mucho), influyó y persuadió a la señora para dejar la marca anterior de comida
para perro por mi sugerencia. Esta actitud natural y poco invasiva, había
grabado el nombre del producto en un sitio “personal” de su cerebro y no en el
apartado “comercial” que nos pone generalmente a la defensiva. Estaba
convertido en un “guerrillero del marketing”. La persuasión fue amplificada por
el “boca a boca”, sin que medie ninguna acción del marketing convencional. No
había ningún spot de televisión, ni la radio sonaba en ese instante, ni
siquiera un afiche. Era yo, que había persuadido sin invadir, convertido en un
referente masculino de alimentos para perro, orgulloso de haber aportado y
responsable en materia de buen trato a los animales. ¿Cuántas veces no habrán
hecho conmigo lo mismo en un supermercado o en una gasolinera? Esta vez era
otro comprador, pero ¿y si la tienda de mascotas me hubiera contratado? El
marketing actual realmente tiene caminos insospechados…