Por: Diego Ignacio Montenegro
4:59 am., he considerado que el ordenador MacBook Pro de Apple es extremo. Fui de los primeros usuarios de un ordenador comercial, allá por la década de los ochenta (por coincidencia un Apple III), así que conozco algo de la historia. Es la ventaja de alguien de la generación “X”, que ha visto los dos mundos: el análogo y el digital. La máquina de escribir y la revolución digital, el walkman de cinta magnetofónica y el ipod. Pero luego de esa primera experiencia temprana, no me acuerdo haber usado otro computador que no fuera un PC; y aquí estoy, a las 5:08 de la mañana, sentado frente a una MacBook, sin el menor cargo de conciencia por haber abandonado una historia de más de veinte años con las PC´s. Y se me considera un adoptador tardío, posiblemente por el miedo al cambio o a complicarme la vida con un nuevo formato distinto al conocido.
El cambio debe llevar a la innovación o la innovación al cambio. Peor aún, ¿Qué es realmente un cambio? Podríamos decir que la habilidad que tienen las personas para todo el tiempo reinventarse (o cambiar); hacer que sus ideas se apliquen en las organizaciones, llegando al final a una innovación. En otras ocasiones (no menos frecuentes), la innovación empresarial, producto de la creatividad de los individuos, hace que la organización (vista desde la perspectiva de un modelo vivo) tenga que impulsar a que las personas se muevan necesariamente, que se sometan a la fuerza del cambio o que tengan que abandonar la empresa por su falta de adaptación a esta nueva fuerza impulsora.
En definitiva, parecería ser que un real cambio requiere que se haga algo distinto de lo que se hacía antes, mejor si es radical o revolucionario (a pesar del desgaste de la palabra), pero que vaya a influir poderosamente en alguien; que a lo mejor no sabe ni pensaba que el producto, resultado de la innovación, pudiese existir. Si el cambio es pequeño, una modificación sutil o un “maquillaje” necesario para conservar en algo la atracción, no se está en el terreno del cambio, sino de la mejora continua; que bajo ningún concepto es despreciable, pero que si carece de la radicalidad suficiente para sorprender e impresionar gratamente.
4:59 am., he considerado que el ordenador MacBook Pro de Apple es extremo. Fui de los primeros usuarios de un ordenador comercial, allá por la década de los ochenta (por coincidencia un Apple III), así que conozco algo de la historia. Es la ventaja de alguien de la generación “X”, que ha visto los dos mundos: el análogo y el digital. La máquina de escribir y la revolución digital, el walkman de cinta magnetofónica y el ipod. Pero luego de esa primera experiencia temprana, no me acuerdo haber usado otro computador que no fuera un PC; y aquí estoy, a las 5:08 de la mañana, sentado frente a una MacBook, sin el menor cargo de conciencia por haber abandonado una historia de más de veinte años con las PC´s. Y se me considera un adoptador tardío, posiblemente por el miedo al cambio o a complicarme la vida con un nuevo formato distinto al conocido.
Es que a veces la regularidad afecta tanto a nuestras vidas, que dar el paso es difícil. Lo mismo sucede en las empresas, que dejan de lado a la innovación por centrarse en el día a día, eliminando por completo la posibilidad de que haya “sorpresas” en la operación cotidiana. Tanto el cambio como la consecuente innovación (o al revés) requiere apuntar en grande, a la cúspide. No puede ser desperdiciado el momento oportuno con ejercicios incompletos, aislados o insuficientes. Pero en determinado instante, irse en contra de la cultura establecida dentro de las organizaciones, de los valores y creencias de las personas, puede ser una tarea compleja que desgasta la oportunidad de cambio. La respuesta está en la dirección de las empresas, en el ejemplo de los directivos; en la manera de generar objetivos, planificar, buscar recursos, evaluar y motivar a los colaboradores. Los líderes deben hacer posible que sus ideales sean compartidos por todos dentro de la empresa, que las personas se inmiscuyan en los proyectos, que los vean como suyos, y que visualicen los beneficios futuros.
Los directivos (este término necesariamente contiene el adjetivo de líder) también deben dirigir la innovación favoreciendo la experimentación y el conocimiento, afrontar las adversidades junto con el equipo como referentes para el compromiso del resto de integrantes. La innovación requiere introducir cambios en la forma de funcionar para transformar nuevas ideas en resultados[1]. La responsabilidad es de todos dentro de las organizaciones para conseguirlo, pero sobre todo, de líderes conscientes que puedan imprimir su “sello personal” en este proceso, que sin lugar a dudas tendrá una dosis de su estilo propio; pero abriendo paso a las ideas, a las corrientes distintas, al pensamiento divergente y a la diversidad.